La
muralla de Santa Eulalia
La historia de la
cultura no es más que una sucesión encadenada de contemporaneidades, de
actitudes que ofrecen una visión estricta de la vida en un tiempo concreto. La
Arquitectura, dispuesta a resolver los problemas de la mecánica inmediata, no
puede olvidar que pertenece a un tiempo específico y que su lejanía de ese
tiempo solo le puede proporcionar frustración.
Todos conocemos la facilidad de los sabores
dulces, la inmediatez de lo conocido y las respuestas mórbidas que por
repetidas se convierten en adecuadas para el espectador no demasiado exigente.
Contra ese vicio de consumo instantáneo
podemos ofrecer -astuta y desinteresadamente- un sortilegio: la deliberada modernidad; una posición
arriesgada frente al vecindario pero honesta en el campo de batalla de la
cultura.
La modernidad es un
desplazamiento continuo, un vector que apunta al futuro describiendo el
presente de la manera más precisa posible. A través de la cultura identificamos
con nitidez las sociedades que la genera, convirtiéndose de esta forma en un
sismógrafo, un detector de inercias sociales.
Los restos
edificatorios, edificios desmembrados y vapuleados por el paso del tiempo,
fueron alguna vez en su momento preciso Arquitectura. Una manera de
enfrentarnos a la intervención sobre las ruinas, es la toma de conciencia de
releer la Arquitectura y no tanto de consolidar el derrubio y en ese sentido
proporcionar nuevas construcciones que se apoyen sobre el palimpsesto del
pasado. La ruina consolidada se nos presenta como una propuesta pasiva -y
posible- que descubre una cierta cobardía. Un esquema de comportamiento que se
abalanza apresuradamente, tan sólo con las técnicas, para resolver en su
totalidad problemas que deberían concernir al “peligroso” mundo de las
estrategias del que los Arquitectos hemos sido desplazados violentamente por
los economistas y los políticos.
Las estrategias se
descubren desde las condiciones únicas y distintas que generan problemas
específicos, como lo son todos. Esa inevitable condición de singularidad
implica un rechazo de las soluciones conocidas y en cierto sentido de las sistemáticas y los procesos cerrados,
de los códigos y los protocolos que si bien son propios de disciplinas tácticas
deben ser rechazados desde una visión de la Arquitectura como arma intelectual
–un arma cargada de futuro, como la poesía de Celaya-, como instrumento de pensamiento y acción fundidos
desde el proyecto.
Toda acción es una
toma de posición y en ella descubrimos la solidez ética e intelectual de los
grupos sociales y profesionales que la amparan o rechazan.
Nunca la desorientación ha sido tan valorada
en un mundo en el que la facilidad y el pensamiento higiénico lo bruñen todo,
abrillantando una pátina de pereza. Sobre ese desinterés queremos auparnos para
construir un trabajoso enjambre de
complejidades.
La muralla de Santa
Eulalia no es tan solo una ruina histórica también es una Arquitectura que
espera, con vocación, ser soporte de otras Arquitecturas que la permitan
mostrarse como la que fue.
El edificio que se construye se muestra
incapaz de ser, si no es en compañía de la muralla, no escapando del pasado.
Nace como una multiplicación de sus cualidades, su forma corresponde al plano
base de las pre-existencias y su altura se remite a la altura que tuvieron los
muros que lo hacen posible.
De esta manera el
edificio actúa en clave de compromiso con la historia, no trata de ser una
cubrición sino de convertirse en un modelo de intervención sobre el derrubio.
Pero el trabajo no
termina con la arqueología sino que avanza en el compromiso con la ciudad
histórica, reconstruyendo la morfología barroca de Murcia, haciéndola partícipe
de la propuesta. En este sentido el edificio avanza sobre la plaza de Santa
Eulalia, cerrándola y ofreciéndonos la dimensión que en otro tiempo tuvo y que
se ha visto atacada por la suma apresurada de otros espacios libres.
También lo pequeño es hermoso.
El edificio se
compromete con el presente, trabajando con un lenguaje deliberadamente
abstracto, construyendo mas un cierre de madera que un volumen edificado, no
ofreciendo claramente ventanas y puertas. El edificio construye una piel que se
matiza en sus diferentes encuentros, que se ejecuta con un elemento único, seriado,
que es a la vez estructura, límite y parasol.
Se acerca a la Iglesia de Santa Eulalia y a
la vecina Ermita de San José con un material blando y cromáticamente coherente,
provocando luces y sombras y entalladuras y dobles escalas, leyendo con
naturalidad, en clave estrictamente contemporánea, los rastros que la ciudad
proporciona. La Arquitectura es una esponja que se agranda con los datos y los
problemas resueltos.
El edificio pretende
ser una pieza desmontable y reversible, se construye con una estructura ligera
que se apoya con delicadeza en los viejos muros árabes, dándoles dimensión. Se
cubre con unas piezas de madera de cedro americano de explotación controlada y
se protege con aceites naturales para provocarle un buen envejecimiento que
acabará modificando su color en una escala de grises con irisaciones doradas.
Se transformará con la naturalidad que le es
propia a los buenos materiales, a los materiales naturales.
Esa misma madera
protege al edificio del poderoso sol mediterráneo, minimizando la climatización
artificial y apoyando los sistemas tradicionales de sombra y ventilación
cruzada como base del confort interior.
Pero también el
edificio es un camino que recorre las distintas épocas de la muralla, que
proporciona recorridos complejos y perspectivas diversas para comprender la
historia, la intervención es en definitiva una propuesta activa.
Adaptado al medio,
el edificio no puede escapar de los bienhechores que lo hicieron posible: los
carpinteros y los vidrieros, los cerrajeros y albañiles… sin su cuidado la
Arquitectura se hace mentirosa y burda, son las manos de los Arquitectos.
De ellos, tampoco es posible escapar en modo
alguno…
Andrés Cánovas
otoño de 2008