10 diciembre 2008


La muralla de Santa Eulalia


La historia de la cultura no es más que una sucesión encadenada de contemporaneidades, de actitudes que ofrecen una visión estricta de la vida en un tiempo concreto. La Arquitectura, dispuesta a resolver los problemas de la mecánica inmediata, no puede olvidar que pertenece a un tiempo específico y que su lejanía de ese tiempo solo le puede proporcionar frustración.

 Todos conocemos la facilidad de los sabores dulces, la inmediatez de lo conocido y las respuestas mórbidas que por repetidas se convierten en adecuadas para el espectador no demasiado exigente. Contra ese vicio de consumo instantáneo  podemos ofrecer -astuta y desinteresadamente- un sortilegio: la deliberada modernidad; una posición arriesgada frente al vecindario pero honesta en el campo de batalla de la cultura.

La modernidad es un desplazamiento continuo, un vector que apunta al futuro describiendo el presente de la manera más precisa posible. A través de la cultura identificamos con nitidez las sociedades que la genera, convirtiéndose de esta forma en un sismógrafo, un detector de inercias sociales.

Los restos edificatorios, edificios desmembrados y vapuleados por el paso del tiempo, fueron alguna vez en su momento preciso Arquitectura. Una manera de enfrentarnos a la intervención sobre las ruinas, es la toma de conciencia de releer la Arquitectura y no tanto de consolidar el derrubio y en ese sentido proporcionar nuevas construcciones que se apoyen sobre el palimpsesto del pasado. La ruina consolidada se nos presenta como una propuesta pasiva -y posible- que descubre una cierta cobardía. Un esquema de comportamiento que se abalanza apresuradamente, tan sólo con las técnicas, para resolver en su totalidad problemas que deberían concernir al “peligroso” mundo de las estrategias del que los Arquitectos hemos sido desplazados violentamente por los economistas y los políticos.

Las estrategias se descubren desde las condiciones únicas y distintas que generan problemas específicos, como lo son todos. Esa inevitable condición de singularidad implica un rechazo de las soluciones conocidas y en cierto sentido  de las sistemáticas y los procesos cerrados, de los códigos y los protocolos que si bien son propios de disciplinas tácticas deben ser rechazados desde una visión de la Arquitectura como arma intelectual –un arma cargada de futuro, como la poesía de Celaya-, como  instrumento de pensamiento y acción fundidos desde el proyecto.

Toda acción es una toma de posición y en ella descubrimos la solidez ética e intelectual de los grupos sociales y profesionales que la amparan o rechazan.

 Nunca la desorientación ha sido tan valorada en un mundo en el que la facilidad y el pensamiento higiénico lo bruñen todo, abrillantando una pátina de pereza. Sobre ese desinterés queremos auparnos para construir un trabajoso enjambre de complejidades.


La muralla de Santa Eulalia no es tan solo una ruina histórica también es una Arquitectura que espera, con vocación, ser soporte de otras Arquitecturas que la permitan mostrarse como la que fue.

 El edificio que se construye se muestra incapaz de ser, si no es en compañía de la muralla, no escapando del pasado. Nace como una multiplicación de sus cualidades, su forma corresponde al plano base de las pre-existencias y su altura se remite a la altura que tuvieron los muros que lo hacen posible.
De esta manera el edificio actúa en clave de compromiso con la historia, no trata de ser una cubrición sino de convertirse en un modelo de intervención sobre el derrubio.

Pero el trabajo no termina con la arqueología sino que avanza en el compromiso con la ciudad histórica, reconstruyendo la morfología barroca de Murcia, haciéndola partícipe de la propuesta. En este sentido el edificio avanza sobre la plaza de Santa Eulalia, cerrándola y ofreciéndonos la dimensión que en otro tiempo tuvo y que se ha visto atacada por la suma apresurada de otros espacios libres.

 También lo pequeño es hermoso.

El edificio se compromete con el presente, trabajando con un lenguaje deliberadamente abstracto, construyendo mas un cierre de madera que un volumen edificado, no ofreciendo claramente ventanas y puertas. El edificio construye una piel que se matiza en sus diferentes encuentros, que se ejecuta con un elemento único, seriado, que es a la vez estructura, límite y parasol.

 Se acerca a la Iglesia de Santa Eulalia y a la vecina Ermita de San José con un material blando y cromáticamente coherente, provocando luces y sombras y entalladuras y dobles escalas, leyendo con naturalidad, en clave estrictamente contemporánea, los rastros que la ciudad proporciona. La Arquitectura es una esponja que se agranda con los datos y los problemas resueltos.

El edificio pretende ser una pieza desmontable y reversible, se construye con una estructura ligera que se apoya con delicadeza en los viejos muros árabes, dándoles dimensión. Se cubre con unas piezas de madera de cedro americano de explotación controlada y se protege con aceites naturales para provocarle un buen envejecimiento que acabará modificando su color en una escala de grises con irisaciones doradas.

 Se transformará con la naturalidad que le es propia a los buenos materiales, a los materiales naturales.
Esa misma madera protege al edificio del poderoso sol mediterráneo, minimizando la climatización artificial y apoyando los sistemas tradicionales de sombra y ventilación cruzada como base del confort interior.

Pero también el edificio es un camino que recorre las distintas épocas de la muralla, que proporciona recorridos complejos y perspectivas diversas para comprender la historia, la intervención es en definitiva una propuesta activa.

Adaptado al medio, el edificio no puede escapar de los bienhechores que lo hicieron posible: los carpinteros y los vidrieros, los cerrajeros y albañiles… sin su cuidado la Arquitectura se hace mentirosa y burda, son las manos de los Arquitectos.

De ellos, tampoco es posible escapar en modo alguno…







Andrés Cánovas
otoño de 2008