(Texto para una publicación monográfica del Museo de Monteagudo. Federico Soriano)
Un comentario más canónico desarrollado en dos hipermínimos
largos.
Parece sencilla. La arquitectura. Si, digo que parece
sencilla. Enseguida la reconocemos. Sobre todo cuando se coloca delante nuestro.
Normalmente en muchos entornos sin importancia. En pocas ocasiones más. Lo
digo, además, porque yo no logro hacerla sencilla. Me cuesta todavía. La echo
de menos. Y la aprecio profundamente
aunque no lo parezca. Sí, hacer arquitectura es sencillo.
Una decisión, un material, un trazo. Intenso. Bien hecho.
Ordenes simples que generan formas complejas. Desarrollos difíciles que cuando
se despliegan, pueden cubrirse con una única pieza de chapa regular. Sin
problemas con las juntas ni con las modulaciones. Vuelos imposibles que se
resuelven con el mismo perfil estructural, y con el mismo canto reducido, que
los de un simple forjado de cubierta, de poca luz y carga, apoyado en sus
extremos. Un dibujo que usado de ornamento, funciona tanto de relleno, como de recorte…
(¿Cómo es posible?) …Dejar que el material hable de sí
mismo. Dejar que respire. Dadle aire y tiempo. Ver cómo se oxida, cómo se
suelda, cómo se puntea. Se deforma por el calor de soldadura y se sólo se pulen
los cordones. Usar dos colores con una naturalidad tal que el tono escogido,
que a cualquiera le hubiera hecho temblar el pulso, parezca sensato. Aprovechar
el espacio público para construir el programa de planta baja tanto como dar
sentido y espacialidad a ese espacio público que hasta ahora permanecía
inexistente. Por lo menos hasta antes de la obra. En fin, hacer grande con lo
pequeño.
¿Cómo es posible? Por la seguridad en las decisiones. Por lo
directo de cada una de ellas. Por elegir una sola de las opciones incluso para
dilemas donde esa respuesta no se había ni presentado ni considerado. Por no
dar vueltas con las cosas, ni volver hacia atrás. Por elegir la primera opción
que la intuición ya había enjuiciado correcta. Porque no hay detalles
constructivos. Es cierto, fijaos, no se ven. Parece que no hay construcción y
sin embargo hay mucha.
Oí una definición canónica de la arquitectura, no sé a
quién, ni dónde. La arquitectura es la
visibilidad de la construcción.
Construcción, asombraos, es una palabra muy ambigua. ¿Qué se quiso decir
con construcción? ¿Edificar u ordenar? ¿Fabricar o dar razón? ¿A qué disciplina
pertenece la construcción? ¿A la técnica? ¿A la práctica? ¿O a la filosofía y
la teoría?
Cuando me la soltaron, usaron la acepción que todos estáis
pensando, sobre todo para criticarme la contemporaneidad. Pero yo la uso de
otra manera. Creo que construcción es una palabra mucho más intensa y compleja
que la asignatura o la tradición asociada directamente a ella. También se
construye un discurso o una carrera profesional. Es una palabra de teoría,
mucho más que de práctica. Significa ordenar el proyecto, tanto los elementos
sólidos como los sistemas de orden o pensamiento. Disponer los materiales, o
los programas, o las fuerzas gravitatorias, o los recorridos, en un discurso
arquitectónico preciso, sin necesidad de amalgamas ajenas a las ideas que lo
construyen. Un razonamiento que es el aparejo único entre sus propios
elementos.
La construcción del objeto funda un sistema específico y
propio de la obra. Maneja los parámetros del proyecto, con naturalismo y
abstracción y no con simbolismos, metáforas o realismos. Reconoce el tamaño de
la intervención, asumiendo que tamaño no es intensidad, ni intensidad es
apelotonar. Construcción es dirigir y su visibilidad no está en el detalle sino
el conjunto, el resultado.
Un comentario más convencional desarrollado en siete
párrafos cortos.
Un pequeño museo alrededor de una capilla. Por su posición
se relaciona con el entorno, completando un paisaje denso y macizado. No es el
del entorno, la dispersión de lo contemporáneo, sino el antiguo, el de las
cubiertas que se apelmazan densamente, reconstruyendo la falda continua del monte. Cubiertas planas, terrazas rojizas que
hoy se convierten en planimetrías no transitables. El color oxidado tornándose
en inflexiones terrosas. Es un plano que construye el paisaje artificial de la
ladera del macizo.
El frente se fracciona en cuerpos que, se quiere, recuperen
la escala de la antigua ermita que se mantiene. Los paños y las dimensiones
juegan con ello tanto en altura como en anchura. El trabajo de quebrantamientos
apuesta por la escala para reducir el tamaño de la intervención frente a la
capilla. La geometría exacta, sin embargo, no es importante. Es esta, tanto como
cualquier otra, ya que nunca será visible en su totalidad. Eso no significa que
no sea precisa. Debe serlo en sus medidas y proporciones. En sus pliegues y en
los recortes que justifican entradas de luz.
Dos niveles claramente diferenciados, planta baja y primera.
Espacio público y espacio privado. Hormigón armado y acero. Gris muy claro y
corten oscuro. Exterior e interior. Materiales naturales y pinturas
artificiales. Una decisión clara que organizará recorridos, programas, texturas
o materiales. No obstante, no se juega con, ni a los contrarios. Eso lo leemos
o lo comentamos ahora nosotros. Pero nadie le va a dar importancia a lo que
pueda significar, ni a las metáforas implícitas. El proyecto no cree en
metáforas. Se muestra.
El zócalo de hormigón regulariza el suelo y define otro
nivel más artificial. Los muros no cierran volúmenes sino que se colocan como
si fueran los rastros de unas ruinas, de la misma familia que los restos que ya
debían existir allí. Sin embargo el acero sí forma un volumen opaco y pesado.
Abstracto, intrigante, confidencial. Un brazo vuela para abracar un espacio
público delante de la capilla. Es el único gesto amable que se permite el
acero. Las sombras son necesarias. Aún más en aquellas tierras.
Abajo el espacio abierto se funde con el espacio público.
Extrovertido, horizontal. Esperando a las personas que se sienten y lo llenen
de sonidos y movimientos. Serán los protagonistas del espacio. Al contrario que
arriba donde el museo es cerrado, volcado sobre sí mismo. Introspectivo. Quieto.
Los protagonistas son los objetos. ¿Cómo sustraerse a las vistas si un museo
sólo se fija en la pequeña distancia? En lo cercano, en lo táctil incluso. Es tan difícil también
sobreponerse a la presión proyectual de las largas visuales del paisaje para
poder controlar la luz y la temperatura del interior…
Un museo es un lugar neutro. Lleno de objetos mudos. Los
visitantes también enmudecen. Se trata también de un lugar de futuro
incontrolado. Nunca sabe uno quien
llegará después ni de lo que van a hacer. Cuáles serán las piezas arqueológicas
que van a mostrar. Ni cuáles los criterios didácticos que la pedagogía de
última ola impondrá. El espacio debe ser ambiguo a la tipología y número de
vitrinas y paneles, permisivo al mobiliario, resistente a lo que vendrá. Pero
también debe tener un carácter propio que se sobreponga a todo esto. Que lo
mantenga en pie. El color blanco es neutro, necesita del color intenso para
conseguir la permanencia del carácter. Los huecos o los recorridos son otros
elementos.
Sin duda el más importante es el motivo de las cintas
entrelazadas. Cintas, pulseras como las que todos llevamos ahora en nuestras
muñecas. Unas están recortadas, otras construyen verjas y rejas. Quizás las
mismas y el sumatorio de material sea constante. Todas se enlazan. La luz allí
es tan potente que justifica los grosores diferentes antes que consideraciones
materiales. Al final es lo único visible e incluso en su repetición también
acaba por desaparecer. Como la construcción o los detalles. ¿Qué es la
construcción sino sólo estar ahí?
Federico Soriano